24 de febrero de 2009

Matalascañas en la distacia

No me puedo atribuir esta obra de arte pero, con algunos cambios, TENGO que publicar esto.

A Matalascañas se la recuerda serena y cálida, húmeda y resplandeciente. Cuando se vive lejos, bajo un cielo siempre gris y un aire que huele a frío, volver a Matalascañas es una fiesta para los sentidos. Sobre un lienzo azul que sabe a mar Matalascañas dibuja sus calles con trazos irregulares de cemento y cal y las remata con dunas de arena fina: dama de noche y jazmín, café recién hecho y tabaco, pescaíto frito, vino y madera. Echo de menos el silencio de la calle, ese caótico murmullo del mar en casi cualquier punto del pueblo. Ese hombre mayor que entra al bar cada día exactamente a la misma hora (¿Lo de siempre, Manolo? Un descafeinado con sacarinas y dos churritos, ha’ er favó… Ahí que voy p’al ambulatorio, niño, a que me miren la tensión), ese camarero que ha envejecido detrás de la barra de bar donde se marchitaron sus sueños, ese abuelo que se sienta al sol en la Plazita a contar los días que faltan para que la Navidad le traiga de nuevo a sus hijos y nietos, esos jóvenes que vuelan libres sobre sus tablas de skate sin saber que aquí no tienen futuro.
¿Por qué será que los lugares con menos futuro suelen ser los que tienen más encanto? Quizás sea la memoria, que todo lo recuerda más bello. O quizás es sólo que Matalascañas, con su mar, su sol y su música de la vida, de encanto anda sobrada. El caso es que muchos tuvimos que irnos y todos sin excepción soñamos con volver. A nuestro rincón del mundo, a nuestro bar de siempre, a perdernos de nuevo por esas calles que durante años nos vieron crecer y que un buen día nos vieron partir. A todos nos ha pasado lo mismo: la distancia nos ha dado perspectiva y hemos acabado amando incluso aquellas cosas que detestábamos, por ser rasgos característicos de la tierra que tanto añoramos. La entrañable descortesía en que resultan las limitaciones culturales, la omnipresente pincelada de cutrez, el regusto a desesperanza.
Y en esas estamos, siempre recordando, siempre volviendo. Somos una generación decepcionada e inconformista; tuvimos que irnos para que no se nos marchitaran los sueños y ahora soñamos con regresar. Somos una generación de románticos que, como recitaba Sabines, “siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte; el amor es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro”. Pero la prórroga alguna vez tocará a su fin; tarde o temprano daremos ese último paso. Final de trayecto, última estación. Seremos por fin parte del murmullo de la calle, del gentío de la plaza, de los asiduos del bar. Niño, ponme lo mío. Quién sabe, quizás nos sentemos al sol a contar pacientemente los días que faltan para la Navidad. Aún nos faltan muchos trenes por coger, sabemos que la última estación es azul y huele a mar y a dama de noche. Matalascañas. Nuestra Matalascañas.

17 de febrero de 2009

Vaisoli con la familia de Marta del Castillo



Vaisoli quiere solidarizarse con la familia de Marta del Castillo y desde estas humildes líneas que hemos escrito nos gustaría prestarle todo nuestro apoyo para, en la medida de lo posible, darles el ánimo suficiente para que puedan sobreponerse a esta canallada de la que han sido objeto.

Nos avergüenza que en estos días que corren aún sigan pasando este tipo de cosas. ¿Qué es lo que está pasando? ¿Quien tiene la culpa? ¿La televisión? ¿Los medios? ¿La educación? ¿Las personas?

Parece que todo el mundo tiene muy claro sus derechos, pero no sus obligaciones como ciudadano. Hemos perdido esos grandes valores que hacen del ser humano un animal diferente. Nos hemos convertido en monstruos.

Todos somos Marta y todos la hemos matado. Porque permitimos que la delincuencia se apodere de nuestras calles y de nuestras vidas. Miramos hacia otro lado esperando que las cosas se solucionen por sí solas, cuando somos nosotros los que tenemos el poder de hacer que no sucedan y que, de una vez por todas, las cosas cambien en esta sociedad.

Situaciones como ésta —en la que individuos sin escrúpulos rompen por capricho los corazones de una familia, de amigos y vecinos de una niña con una vida por delante— hacen que vayamos perdiendo la poca fe que nos queda en la humanidad.

Al final, pese a que muchas voces clamen el cielo, volverá a pasar. Somos así de imbéciles: no escarmentamos por cabeza ajena. Se ha sesgado una vida más, se ha llorado de nuevo y a aquellos que hacen justicia se les ha llenado la boca con el discurso vacío de siempre.

Que no se confunda nadie. No es un problema de violecia de género por mucho que nuestros políticos quieran justificar ciertos presupuestos. Hablamos de un problema que envenena directamente la raíz de lo que estamos plantando.

Esta sociedad se ha dormido al volante de lo políticamente correcto. Seguid sin castigar a vuestros hijos, protegiéndolos con leyes absurdas y complaciendo caprichos infinitos. Sin que éstos aprendan a tener el respeto deben tener con los ciudadanos, con sus profesores, y a todo sexo, credo y raza.

Si no cambiamos lo que nos rodea —desde lo que ocurre en nuestros hogares, llegando hasta nuestros institutos y recogiendo cada una de nuestras calles— seguiremos construyendo una sociedad llena de caprichosos y coléricos que asesinarán y tirarán al río el futuro de toda la sociedad.

Fuerza y Justicia.